
Esta estupenda novela de Eduardo Mendoza podría considerarse de todo menos de ligera, aunque es pasmosa la facilidad del autor para hacernos leer sin que nos demos cuenta: el absoluto dominio de los estilos, tamizados por un inconfundible sentido del humor, la fluidez expresiva y la fuerza de las imágenes empleadas, dotan al libro de un espectacular ritmo cinemático. Muchas son la similitudes de esta obra con la que sirvió de debut al autor y que yo personalmente sigo considerando como una de las mejores novelas españolas del siglo XX, “La verdad sobre el caso Savolta”. Aunque es menos ambiciosa y compleja que su antecesora, “Una comedia ligera” sigue presentando una trama dominada por esa atmósfera especial a la que nos tiene acostumbrados Mendoza, que siempre hace presagiar que algo interesante y misterioso está a punto de ocurrir. No faltan aquí los ingredientes galdosianos (es una novela de costumbres con un acentuado sentido crítico), del folletín de misterio, del género detectivesco (a Prullàs es fácil imaginárselo como un nuevo Marlowe o un Sam Spade a la española), o de la comedia romántica. Eduardo Mendoza sigue siendo ese escritor con pinta de colega de curro que parece adivinar qué es lo que esperamos a la vuelta de cada página, y que es capaz de esbozar la personalidad de cada uno de sus numerosos y variados personajes en tan sólo unas líneas de diálogo.
“Una comedia ligera” goza de ese puntito de novela divertida que atrapa al lector hasta que se da cuenta de que, bajo ese pálpito de vitalidad que rezuman sus páginas, bajo la admiración que el autor demuestra hacia esa apasionante urbe que sigue siendo Barcelona, se esconde un profundo cariño por los perdedores de la historia, por aquellos que comen café con leche y aguantan madrugadas de frío bajo raídos harapos de espiga. Es, en fin, un relato de desesperanzas y de añoranzas, atrapadas en una de las épocas más difíciles de la historia de España.
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