12.14.2008

El prisionero de Zenda y la juventud inmortal

Regresé al sombrío castillo de Zenda con la mirada del niño que fui, esperando acción trepidante en oscuros túneles, estocadas bajo puentes levadizos, e intrigas de luna llena. Pero me encontré con eso y mucho más: con una novela de soterrada crueldad, un héroe atrapado entre los lances del egoísmo y la traición, una cruda violencia, y un amor imposible y preñado de amargura.
Folletín de capa y espada a la antigua usanza, "El prisionero de Zenda" (Anthony Hope, 1894) sigue siendo hoy, en la época de las superproducciones digitales, uno de los mejores exponentes de la aventura clásica.
Vaya por delante que no es una gran novela, pero sí lo suficientemente buena como para formar parte del selecto grupo de libros que muestran lecturas diferentes en cada periodo de nuestras vidas: la ruidosa trama de conspiraciones, falsas identidades y espadachines decimonónicos de mis 16 años se transmuta ahora en un agridulce relato, en una reflexión sobre los sueños de juventud condenados inexorablemente a convertirse en las insatisfacciones de la madurez.
Lo mejor del género de aventuras es que nos ayuda a ser mejores personas o, por lo menos, a saber teóricamente en qué consisten conceptos como la rectitud o el honor. Y nos ofrece la oportunidad maravillosa, aunque sea sólo por unos instantes, de vivir con esos ideales de nobleza que la precaria realidad ya se encargará de asfixiar.
Sí, ya en las páginas finales, el protagonista, Rudolf Rassendyll, se despide de nosotros con esas meditaciones propias de una mancebía con aires de inmortalidad: sentir que la historia de nuestras vidas aún no está escrita, que estamos llamados a grandes empresas, que conoceremos el amor verdadero, que nada impedirá que la justicia firme el fin de nuestro relato vital.
Zenda. Strelsau. Siempre me imaginé al mítico estado de Ruritania como un diminuto imperio austro-húngaro, con sus ciudades brillantes y aguanosas, nobles blasonados batiéndose en duelo por una mirada de mujer, bailes lánguidos en salones de lámparas iridiscentes.
Hoy, me despierto de esta lectura como de un sueño infantil, preguntándome si hay justicia, honradez e integridad en la aventura cotidiana de la existencia. Yo mismo me recuerdo añorando ser el caballero pelirrojo que cautiva a la princesa, en forma de núbil zagala, bailando un vals sobre suelos ajedrezados... y creyendo ilusamente que el amor lo es todo. Pero, ¿lo es todo el amor?

3 comentarios:

Corto Maltes dijo...

Para mi es uno de esos libros que sentí nombrar un millón de veces a lo largo de mi vida y sin embargo nunca se dio la oportunidad de tenerlo en mis manos. Supongo que lo tendré en cuenta cuando las ganas de un clásico den rienda suelta en mi.
Una critica: Se esta haciendo demasiado largo el espacio entre una entrada y otra. ¿Es que los autores de buenos blogs no saben que a los seguidores se nos hace duro entrar y no encontrar novedades? ;)

Isabel Barceló Chico dijo...

¡Claro que el amor lo es todo! Al menos, mientras dura... No he leído la novela, que ví la película (creo que hay más de una versión ¿no?). También a mí me gustan las aventuras y las palabras como honor, amistad, entrega, etc. Se lo debemos al romanticismo. Y nos parece casi imposible imaginarnos la vida sin ellas. Besos, querido amigo.

Santos G. Monroy dijo...

Corto, sí, sé que el ritmo de publicación no es el que era, pero espero superar mis actual "crisis personal" y mis obligaciones laborales en breve, para así retomar el ritmo deseado. ¡Muchas gracias por los ánimos!
Isabel: qué bueno encontrarte siempre ahí, y saber que hay, al menos, algunas personas que siguen apostando por un mundo mejor o, al menos, por una mirada más romántica de lo que nos rodea. ¡Besitos!