10.16.2008

Villanueva de los Infantes y Quevedo

Quevedo deja la pluma, adormecido por el calor del brasero. Olvidado en la humilde celda del convento de Santo Domingo de Villanueva de los Infantes (Ciudad Real, España), sueña con otros tiempos de gloria, cuando era azote de injustos, pavor de poderosos, espadachín de causas perdidas; cuando en los mentideros de la Corte, en Santa María de la Almudena, en las gradas de San Felipe o en la Puerta del Sol de Madrid se esperaban con ansiedad sus sonetos y quintillas rebosantes de ironía.
Quevedo maldice ahora a Felipe IV, el rey nuestro señor, que lo ha conducido al destierro en el corazón del Campo de Montiel...


Diría siglos más tarde un cronista olvidado, Víctor de la Serna, que la grandeza de Infantes es tanta, que no parece sino nueva Santillana del Mar construida en La Mancha. Y a fe que no le falta razón, porque la ciudad, Conjunto Histórico Artístico, se conserva tal cual la conociera don Francisco en sus ahora sosegados paseos, vestido con su sobrio traje negro, la cruz de Santiago cosida al pecho, arropado por su herreruelo.
Vayámonos con él, acompañémosle en este atardecer del año de gracia de 1644 al Convento de los Dominicos, donde se conservará su celda para deleite del futuros viajeros; a la neoclásica Plaza Mayor, una de las más bellas de España, por no decir de este decadente Imperio; o a la iglesia parroquial de San Andrés. Aquí, en la capilla de los Bustos, quiere Quevedo que lo entierren, y aquí permanecerá su cuerpo.
No se encuentra bien nuestro ilustre compañero, aquejado de los problemas de salud que le han traído a Infantes desde su señorío de Torre de Juan Abad, pero quiere proseguir el paseo y sacudirse las tristezas que tapizan su celda. Tras admirar, en la misma plaza, la Casa Rectoral, nos dirigimos a la Capilla del Remedio del Hospital de Santiago, y luego a otros rincones como el oratorio de Santo Tomasillo, situado frente a la casa de Santo Tomás de Villanueva, en la que aún se oye el eco de sus versos latinos.
De vuelta aún tendremos la oportunidad de admirar otras maravillas arquitectónicas, porque cualquiera de los edificios civiles merecen una visita: las fachadas del Palacio de los Fontes, la casa del Arco (antigua residencia del virrey de México), la Casa de los Estudios y su cautivador patio; la casa palacio del Marqués de Entrambasaguas; o el inquietante escudo que preside la portada de sillería de la Casa del Santo Oficio, que nos turba con imágenes de cadenas y los sonidos arrastrados de un potro de tortura.
Y así llegaremos de nuevo a la Plaza de San Juan y al convento que sirve de morada a nuestro ilustre anfitrión... Que aquí se despide con un silencio que nos hace preguntarnos si no habremos acompañado en realidad a un fantasma de melancolía.
Bien pudiera ser, porque ahora se acercan otras dos figuras: la de un caballero andante de maltrecha figura, con ojos fulgurantes de locas visiones, y la de un escudero socarrón y rechoncho. Se dirigen a las cercanas Lagunas de Ruidera, que encierran las maravillas del reino subterráneo de Durandarte, tras abandonar la casa del caballero del Verde Gabán. El viajero se une a ellos. Si duda le esperan nuevas y maravillosas aventuras, pero éstas ya forman parte de otra historia, larga, apasionante historia...

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