Hará catorce años que abandoné el San Juan Evangelista. Lo hice con una peligrosa nostalgia del presente, con el desasosiego de quien olvida el equipaje de la dicha en un andén extranjero. Probablemente fuera así, y dejara parte de la felicidad varada en las ensenadas del Faro de Moncloa, en aquellos atardeceres de oro bruñido, en el glorioso azul de los abriles madrileños.
El San Juan Evangelista, el Johnny, nos cobijaba en sus camarotes de submarino, entre portazos gamberros, tras persianas de siesta que filtraban tenues escalas de jazz. Allí deben de flotar aún los mantras psicodélicos de Jim Morrison, y los madrugones ácidos de la víspera de un examen fatal. En el Johnny nos despedimos de los aires de inmortalidad que sólo posee la juventud: dejamos allí las primeras lecturas de Borges, la taquicardia insomne de los estudios nocturnos, el envite a pares de un mus furtivo, la pocha heroica hurtada al estudio.
Es fácil encontrar la ventura en los recuerdos y lugares de los veinte años. En la morenita descarada de una fiesta de primavera, en las sonrisas compinches de amigos que idolatran a una ronda de cervezas con la camaradería medrosa de quienes temen por su futuro. Quizá la felicidad estribe en memorias fugaces: en las historias truhanas que compartí con el mejor amigo que tuve jamás; en la complicidad de mi hermano, que estudiaba en El Negro; en los afeitados con agua helada; en el jamón cortado con temblor de contrabando tras el horrible menú de una cena de jueves.
Había medianoches ahítas de desvelo, que nos sorprendían jugando al Doom, o naufragando en lo más profundo del Caribe. Había madrugadas de placenteros desamores, de relaciones rotas en mayos con aroma a ron y madreselva. Estaban los pechos de aquella colegiala del Isabel, y la narcótica letanía de apellidos pronunciados en la megafonía de estrechos pasillos. Entonces huíamos del porvenir, proyectando nuestras carreras en las paletadas vertiginosas de los monigotes de un futbolín, escribiendo los renglones de oscuros fanzines... Soñando con los ojitos risueños de aquella novia del Estudiantes, en la oscuridad atónita del cine club que nos descubrió las pesadillas negras del expresionismo alemán.
Dejamos parte de nosotros mismos en las batidas furibundas por los antros de Malasaña, en la letra de una canción de los Pixies, en la voz de Manolo García. Nos mareaba la adrenalina de una convocatoria de junio, mientras esperábamos la visita de la compañera de clase que levantaba suspiros a las ocho de cada mañana. La felicidad rondaba los muros de hormigón de la Facultad de Periodismo, el fragante césped de la Ciudad Universitaria. Estaba en los cíceros de un tipómetro, en las frenéticas fotocopias contra reloj, los apuntes de letra suicida, las inseguridades del primer reportaje con grabadora...
Recuerdos que siguen allí, en forma de vivencias que otros disfrutan ahora con la misma intensidad: el humo luciferino de los míticos conciertos del Club de Música, una de las instuciones musicales más importantes de España. La jam session de un bluesman colocado. El diente de oro en la sonrisa de un contrabajo. El sudor amargo en el rasgueo de una guitarra flamenca. El sonido de la marihuana en una melodía folk.
Hace unas semanas, Unicaja amenazaba con echar el cerrojazo de su obra social por excelencia: el Colegio Mayor Universitario San Juan Evangelista. Sobre él se cernía la sombra de la crisis financiera, y sólo el compromiso de centenares de colegiales y ex colegiales parecen haber evitado lo peor, al menos de momento. Más vale así. El Johnny no es sólo el archivo de la memoria para generaciones de grandes profesionales, o el escenario proverbial de los más grandes artistas de la Historia. Es monumento vivo a quienes lucharon por la Democracia jugándose la piel frente a las sombras de trajes grises, porras y caretas de plástico. El Johnny simboliza el acceso a la cultura, la libertad, la participación y el diálogo. Ningún activo financiero podrá, jamás, sustituir esos valores.
LUCRECIA BORGIA EN ELDA
Hace 5 semanas
4 comentarios:
Impecable reseña de tus días de estudiante. Por un momento me pareció verte en aquellas juergas de fin de semana o en aquellos periodos de estudio donde muchos se jugaban el pellejo. Es triste que los malos manejos financieros de algunos terminen por afectarnos de al manera que hasta centros de recuerdos y aprendizaje, terminen pagandolo con su existencia.
Yo estuve en el Chami y tengo muchos amigos que estudiaron en el Johnny. Recuerdo ese salón de actos al que yo iba a ver teatro (nunca pude asistir a uno de esos míticos conciertos).
Una entrada preñada de pasión, de esa que se destila en la juventud, cuando todo parece posible y creemos que basta con desearlo y, sobre todo, "hablarlo", para conseguir cambiar el mundo. Me alegro de que ese símbolo de la cultura y el despertar no desaparezca. Felicidades a los ex-alumnos que lo dotasteis de vida y ahora se la conservais. Un abrazo muy fuerte.
San!! Anda que no tienes labia, pero luego de verdad na de na.. Venga ya y vente pa los madriles, que nos corramos una de aquellas de antes, que siempre tienes alguna excusa. Te mando un privado guapis
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