La silueta del Terri, un colosal conglomerado de piedras, cenizas y restos de carbón, ha dominado durante décadas la entrada sur de Puertollano (Ciudad Real) como un siniestro monstruo coronado por el humo de su combustión interna.
El Terri siempre ha conservado, desde a lejanía, la silueta de un enorme dragón gris cuya respiración de fuego expelía oscuras vaharadas a la espera de un tributo en forma de doncella. De hecho, el lugar es de infausto recuerdo para aquellos puertollaneros que aquí perdieron a algún familiar, durante las ya olvidadas “rebuscas” de carbón, en accidentes mortales provocados por emanaciones de monóxido de carbono o la inestabilidad del terreno.
El Terri ha sido, pues, un lugar a la vez querido y temido como símbolo del pasado minero de la localidad... Pero el Ayuntamiento de Puertollano, presidido por Joaquín Hermoso Murillo, quiso ir más allá, y convertir en parque público a esta escombrera de las antiguas instalaciones de la Sociedad Minero Metalúrgica de Peñarroya (SMMP).
La obra se antojaba inverosímil. ¿Cómo convertir en un vergel, en un lugar de esparcimiento, lo que no era sino un escorial de tenebroso pasado? Como en todo, la respuesta estaba en el dinero: con seis millones de euros, en este caso provenientes de los fondos comunitarios Miner para la recuperación de las comarcas mineras deprimidas.
Lo cierto es que un paseo por el Terri deja al visitante con un melancólico regusto, y da la sensación de que el lugar no se ha sacudido su naturaleza de escombrera ni con los seis millones gastados. Sus laderas siguen mostrándose cenicientas en buena parte, y sus caminos de acceso presentan una desolación de erial. Aparentemente la vegetación implantada es escasa. La cúspide carece por completo de sombra. Hay especies que se han secado, y otras quizá tengan una difícil supervivencia cuando arrecie la canícula. El kiosco bar construido en el primer nivel no ha despertado el interés de ningún concesionario, y aún se presenta solitario, como la postal decimonónica de una marquesina perdida en un parterre fantasma.
La guinda la pone el desagradable olor que corona la cima, fruto de la pertinaz combustión interna de este peculiar “monte de los esfuerzos”. Así, algunos visitantes se quejan del característico olor a materia orgánica en descomposición, un tanto punzante, que se detecta en determinados lugares.
Y es que quizá el “dragón gris” aún agonice entre estertores de azufre, y su corazón aún palpite anegado en ascuas. No faltan los técnicos que ponen en cuestión la total neutralización de la combustión interna del nuevo parque. De hecho, coinciden en señalar que las emanaciones que se detectan sensorialmente podrían ser, en un gran porcentaje, de dióxido de azufre (SO2), un gas tóxico producto, entre otros factores, del calor producido por la oxidación de la pirita en contacto con el agua.
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