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3.09.2009

Pérez Galdós y La Corte de Carlos IV. Decálogo de cómo ser un trepa con éxito

Los personajes de La Corte de Carlos IV, el segundo de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, aún flotan entre notas de minuetos: achacosos pelucones danzantes a un compás de tres cuartos, espolvoreados de rapé, añorantes de delicias trasnochadas y nostálgicos de sones barrocos. Este Madrid de 1807 es todavía un poblachón dieciochesco, un girigay de manolas y chulapones en las esquinas de la Plaza Mayor, de frívolos nobles que viven de la vacuidad de las rentas injustas y tratan con el pueblo llano por mero divertimento.


El protagonista, Gabriel de Araceli, se mueve atónito en un universo que no entiende. Nadie se acuerda del desastre de Trafalgar, acaecido sólo dos años antes. La amenaza de Napoleón, ya a las puertas de los Pirineos camino de Portugal, se espera como una providencia que acabe con un gatuperio político de tintes demenciales. El príncipe (futuro Fernando VII) es un necio que conspira contra sus propios padres en El Escorial para, después, arrepentirse y delatar a sus amigos. La Corte está tomada por la codicia y los intereses particulares...

En las calles madrileñas hacen furor las comedias desmedidas y absurdas, de emperadores de Trapisonda en jardines corintianos, y venganzas antropófagas proclamadas entre terribles alaridos. Los teatros de la Cruz y del Príncipe son infiernos de lechugazos, gritos, insultos, duelos y sablazos. La vida no es sino puro teatro. Las apariciencias lo son todo. El hombre vale lo que su honor, por muy falso que éste sea. Y Gabriel no tarda en darse cuenta de ello.

En efecto, La Corte de Carlos IV es reflejo de una España de trepas, con el arribismo como razón de existencia, con el oportunista como héroe. Los sueños de Gabriel se estampan contra una sociedad consagrada a traiciones, intrigas, deslealtades, disimulos y zancadillas como claves del éxito. ¿Cuántos hombres hay que lo tienen todo, no siendo nada? ¿No está ahí Godoy, el choricero, que ha llegado a ser mariscal de campo, sargento mayor de la guardia y primer secretario de Estado? ¿No están ahí ministros y prebostes; y gentileshombres, vuecencias, excentísimos, reverendísimos e ilustrísimos que han llegado a donde están, sólo Dios sabe cómo?

Cruda realidad, Gabrielillo: la mayoría de ellos no tienen más méritos que el del buen amante, el del pelota, el lameculos, el rastrero, el mentiroso y el sectario. Nadan entre dos traiciones aguardando una tercera, arrimándose al sol que más calienta. Pero consuélate Gabriel, aunque sea con el mal de muchos: aquellas fallas no son exclusivas de tu época.

Ni muchísimo menos.

11.10.2008

Benito Pérez Galdós: Trafalgar y la radiografía de la ineptitud

Leer a Galdós es abandonarse al suave vaivén de la prosa. Su narrativa es la mejor escuela de escritores conocida hasta la fecha. Sus libros, cómodas autopistas literarias con asfaltos de drama, aventura, emoción y socarronería. Y sus Episodios Nacionales, la más impresionante proeza literaria que haya culminado un ser humano.
Aunque a estas alturas pudiera parecer lo contrario, esta serie de novelas históricas es todavía un espejo burlón que nos devuelve la imagen de nuestra sociedad, pavoneada en su modernidad, en su soberbia de democracia adulterada, en sus artificiosos avances de .com, pero con los mismos vicios y virtudes que los antiguos mundos a los que mira por encima del hombro.
En el primer volumen de la magna serie, "Trafalgar", Gabriel de Araceli comienza a relatarnos su epopeya particular en una España que aún se viste de chula, un país de torerillos y gañanes, de casacones empolvados de rapé, de pelucas rizadas y amanerados señoritos con sombreros de tres picos, de caballeros hasta la muerte y duelos de honor...
Pero también un país donde los tipos y escenas no distan demasiado de los nuestros, donde medran el arribista, el trepa y el oportunista; donde la mediocridad se agarra a los faldones de un poder que fagocita a sus ciudadanos para, una vez digeridos, escupir sus huesos en las cloacas de la indigencia.


Con Trafalgar comenzamos a intuir por qué Galdós ha sido el mejor radiólogo de nuestras almas. Aquí comienzan a retratarse héroes y valientes, los que nos venden la moto y los que se juegan el tipo, los listillos y los pringaos; los codiciosos y los desprendidos...
Trafalgar, representación dieciochesca de una España que añora su grandeza colonial mientras arrastra las cadenas de su decadencia, posee mucho menos contenido crítico que el resto de los episodios galdosianos, aunque ya podemos encontrar el embrión del escalpelo histórico. El trasfondo político está aquí velado por el humo de la pólvora; manchado por la sangre que resbala, impetuosa, en la cubierta de los buques. La ineptitud de los gobernantes está señalada por una pesadilla de cañonazos, metralla, amputaciones y descuartizamientos, y denunciada por los alaridos de terror de quienes vislumbran a la Muerte en los abismos oceánicos.
Trafalgar, en fin, es sólo el entremés de una eterna tragicomedia que se alarga hasta nuestros días... Y de la que aún nadie ha visto el final.