
El protagonista, Gabriel de Araceli, se mueve atónito en un universo que no entiende. Nadie se acuerda del desastre de Trafalgar, acaecido sólo dos años antes. La amenaza de Napoleón, ya a las puertas de los Pirineos camino de Portugal, se espera como una providencia que acabe con un gatuperio político de tintes demenciales. El príncipe (futuro Fernando VII) es un necio que conspira contra sus propios padres en El Escorial para, después, arrepentirse y delatar a sus amigos. La Corte está tomada por la codicia y los intereses particulares...
En las calles madrileñas hacen furor las comedias desmedidas y absurdas, de emperadores de Trapisonda en jardines corintianos, y venganzas antropófagas proclamadas entre terribles alaridos. Los teatros de la Cruz y del Príncipe son infiernos de lechugazos, gritos, insultos, duelos y sablazos. La vida no es sino puro teatro. Las apariciencias lo son todo. El hombre vale lo que su honor, por muy falso que éste sea. Y Gabriel no tarda en darse cuenta de ello.
En efecto, La Corte de Carlos IV es reflejo de una España de trepas, con el arribismo como razón de existencia, con el oportunista como héroe. Los sueños de Gabriel se estampan contra una sociedad consagrada a traiciones, intrigas, deslealtades, disimulos y zancadillas como claves del éxito. ¿Cuántos hombres hay que lo tienen todo, no siendo nada? ¿No está ahí Godoy, el choricero, que ha llegado a ser mariscal de campo, sargento mayor de la guardia y primer secretario de Estado? ¿No están ahí ministros y prebostes; y gentileshombres, vuecencias, excentísimos, reverendísimos e ilustrísimos que han llegado a donde están, sólo Dios sabe cómo?
Cruda realidad, Gabrielillo: la mayoría de ellos no tienen más méritos que el del buen amante, el del pelota, el lameculos, el rastrero, el mentiroso y el sectario. Nadan entre dos traiciones aguardando una tercera, arrimándose al sol que más calienta. Pero consuélate Gabriel, aunque sea con el mal de muchos: aquellas fallas no son exclusivas de tu época.
Ni muchísimo menos.